Infinite

Destellos morados


Todos los árboles morados (lilas) de la ciudad han florecido de la forma más escandalosa que recuerdo nunca, desproporcionada, casi furibunda, exageradísima. En casa sólo he podido encontrar el pilot morado (lila); ni el pilot negro, ni los bics negros, ninguno. En casa de mis padres, todos los bolígrafos son azules y uno verde.

Mejor morado.

Y la única prenda de abrigo, por si acaso falla la variación de 10 grados centígrados, es una rebeca muy antigua, llena de pelotillas lilas.

Igual que las paredes de mi habitación deshabitada, porque no se consintió un morado oscuro.

Y la no-existencia ahora de un antiguo blog, de plantilla blanca y minimalista como este, que se llamaba El árbol morado, en honor de ese artefacto vegetal cuyo nombre desconozco pero que reconocería (y olería, porque huele, y muy mal) en cualquier parte. 

Y la única camiseta de tirantillas que he traído también es lila.

Pero en el origen todo era morado. Oscuro, berenjena, nazareno. Y ahora es claro, de manera insistente, casi insultante. El lila puede acercarse peligrosamente al rosa, y no hay color que más odie en el mundo que el rosa-ñoño. Si colgara de un barranco y mi única salvación fuera una cuerda rosa, ni la tocaría.


Paseo por un ambiente de lila ubicuo con la única resistencia del viejo vestido morado. En un vistazo fugitivo al pequeño televisor de la cocina, mientras la conversación y el trasiego de loza llena el ambiente, hay una política que dice algo (sin volumen) a un ramillete de micrófonos ansiosos. Su pelo, corto, es morado también, oscuro.

En un cajón sobrevive la vieja pasta capilar, comprada en los puestos de los hippies. Hace mucho que los sacaron de la Alameda y los lanzaron a la explanada de la Estación. Pasta, o tinte, de nombre Purple - Morado berenjena, cada verano con menos cantidad por la militancia de color.


 
Casi es una herejía, porque no se acerca tampoco al morado-vino, o magenta oscuro, o púrpura, según la oficialidad.

Cuando intento sentarme en el avión, una compatriota ha colocado a su hijo de 7 años en el sitio que me corresponde, la ventanilla. Se lo cedo sin problemas porque es la primera vez que va en avión y el chiquillo quiere comentarlo todo. También es la primera vez que utilizo un baño de avión; y la primera vez para algunos chavales del nutrido grupo de instituto, de excursión vacacional, que arman jaleo de aplausos, gritos y una ola futbolera incluída cuando el aparato se levanta del suelo. Hacen sonreír a todo el pasaje, también al estirado ejecutivo de chaqueta que manejaba una Blackberry del mismo modelo y color que la mía. 

Mira, mamá, un boli lila, dice al rato, cuando mi ladrón de asiento se ha cansado de ver todo azul.

El piloto se llama Antonio Bernard y se presenta cuando ya descendemos para tomar tierra. Que hemos llegado con diez minutos de adelanto. Menudo viento de cola. La escala, el siguiente avión, con toda la tranquilidad del mundo. Que nos sobrará tiempo, incluso.

Se puede escribir en cualquier parte, no hace falta estar aquí, ha dicho, con la luna llena alumbrando desde el oeste la carretera hacia el aeropuerto. 

En el siguiente avión, por fin, se me olvida el lila que lo llenaba todo y ahora se convierte en un verde chillón, fluorescente. El contraste en apenas unas horas. Ese contraste que tanto me suena. Ese. Que existe ahí fuera.


En el origen, todo era morado. Ahora es claro.








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