Infinite

El post espectral

Hoy (sábado) me he despertado a las 5.55 de la mañana. A las 6 ya estaba sentada en el escritorio. El tiempo justo para calentar un café con leche en el microondas e ir al servicio a mear. Dejé el ordenador encendido la noche anterior. También tengo tabaco.

Primero lo más urgente: el arreglo de un logo con sus dos versiones de color. Es el principio de un proyecto con otra compañera periodista, nuestra revista online y en papel y todo el aparataje cibernético de redes y un largo etcétera. También preparar las maquetas y diseño web.

Es sábado y no se escucha ruido de fondo con el tráfico. El cielo está blanco, con el intenso blanco de los días nublados de aquí.

En ese estado de concentración, empiezo un post nuevo de título "Sed de reconocimientos y los escritores lloricas", que acaba mutando su final en "... y los escritores doloridos". Por el camino he anotado títulos y temáticas para otras entradas que podría escribir el domingo, el lunes, el martes...

Reviso un poco las noticias, sólo un repaso porque los titulares se desparraman por lo mismo: las elecciones en Cataluña y la crisis de los refugiados. Reviso los mails.

Es el momento de trasladar los cambios en la copia impresa de la novela a su versión de pantalla. Los folios están llenos de anotaciones y tachados en rojo, lila y negro. No por nada en especial, sino por los distintos días en que no encontraba el bolígrafo correspondiente, así de desordenado está todo. Durante una semana en la que falleció el ordenador pensé que la única copia serían estos folios resobados y con tachones. Después recuperé el disco duro y el archivo, pero seguí haciendo garabatos en el papel, sin traducirlo a word.

Empiezo por la página uno a cambiar cosas, borrar aquí, añadir allá, corregir ese fallo ortotipográfico o reescribir párrafos enteros que no encajaban en ningún sitio.

Quince páginas después me levanto a por un café nuevo y caliente, del otro no queda rastro. Es momento de seguir por el final, escribiendo el desarrollo de la historia porque ya casi he memorizado dónde va cada coma del principio.

Miro la hora en la esquina de la pantalla y el horror me corta el aliento. Compruebo la hora en el móvil. Vuelvo a comprobarla en el reloj del ordenador. En el móvil. Por fin respiro, inhalando ruidosamente por la nariz.

Han pasado cuatro horas y tengo que vestirme para ir al trabajo en el centro comercial vendiendo pequeños electrodomésticos. La percepción subjetiva es que han pasado 10 minutos apenas. Y que las tres horas de por la mañana son peores que una losa de mármol. Y las de por la tarde, en jornada partida. Porque con un café nuevo (y un descanso para el almuerzo) estaría sin cansancio hasta las 10 de la noche, ocho o nueve horas seguidas sin pestañear.

Después, después... dicen todos, como si fuera tan sencillo. Después me dolerán los pies y la claridad mental se habrá evaporado por completo; sólo tendré ganas de quitarme los zapatos y tirarme al sofá a poner la televisión como ruido de fondo. Y de esa horizontalidad seré incapaz de levantarme, aunque necesite comer algo porque rugen las tripas, pero las piernas no responderán. Para los héroes de gimnasio puede que sea muy fácil sentarse al ordenador y seguir escribiendo una novela, pero para mí no, que a esas horas ni me acuerdaré de cómo se escribe Vlojger.

Estoy medio vestida y se me ocurre revisar Twitter, sentada en el salón, para distraerme de la sensación de profundo asco por interrumpirlo todo, levantar el bolígrafo, apagar el ordenador, despegarme del teclado.

Trampa mortal.

Me entero de que es el aniversario (2008) en que David Foster Wallace se ahorcó. Mira qué bien. No me acordaba. Lo que faltaba justo hoy es el asco-amor que me eriza el pelo de la nuca. Siempre pienso más o menos la misma secuencia sobre DFW: hay que ser retrasado mental, subnormal perdido o gilipollas integral, teniendo una pareja con la que dormir o hacer cosas más el oficio de escritor reconocido (con editoriales que te publicarán) como para suicidarse. Pero muy subnormal. Son las únicas dos cosas que quiero en esta vida (o más bien la segunda, la otra es el accesorio) y que no tengo. Anda que me iba a suicidar pronto si las tuviera, menuda soplapollez. Claro, pero es que era un depresivo crónico y 20 años con las mismas pastillas ahi enganchado. Pobre, la culpa es del Nardil, maldita industria farmacéutica.

Algo así.

Observo la luz de cielo blanco y noto un pinchazo en las tripas. La cualidad de ese cielo coruñés es que puede ser fantástico,  relajante y luminoso o también lo más sombrío y depresivo del mundo, según cómo lo mires ese día. Hoy no ayuda.

También me entero de las charlas TEDxMadrid. Podría estar allí de oyente, aprendiendo cosas, yo qué sé. La sensación aguda se intensifica, aún tengo que ponerle un nombre y patentarla. Algunos ya sabéis de lo que hablo, la añoranza del futuro, esa melancolía o morriña de algo que todavía no ha sucedido...

En este caso, la poderosa sensación de un esquema diario que existe (porque lo leí de otro escritor hace poco), el de organizarse el propio tiempo con los correos, producir artículos y páginas, escribir páginas con la confianza de que una editorial, por contrato, las querrá...

En el camino al centro comercial voy escuchando a una nueva coaching para ver qué discurso tiene. Es una manía, sí, los odio pero con motivos fundamentados (conocer las paridas que realmente dicen); sigo acariciando iniciar la carrera de Psicología pero no parecerme en nada a semejantes magufos. En este caso, es otra historia de coaching por exceso, así que no me sirve. Exceso de vida guay: terminar la carrera en sitio prestiogoso, un máster, buen contrato, otro máster para ser jefa de departamento, ganar 80.000 euros al año y agotarse por la vida tan correcta y vacía de espiritualidad y sentido.

Qué barbaridad. 11.900 es lo máximo que he ganado en un año y de ahí hace abajo y el cero.

En el minuto uno del centro comercial ya he pillado por banda a una familia que anda perdida con los aspiradores. Mejor así, por la configuración del lugar queda estrambótico que esté parada mucho rato anotando cosas en un folio, que siempre llevo encima para apuntar las ventas y la parte de atrás para ideas literarias al vuelo. Pero me he forzado a no hacer lo segundo en este empleo.

Trabajo más de lo que debería, más que los propios dependientes generales del sitio, que sólo esperan a que se dirijan a ellos la mayoría de las veces. Aunque soy promotora externa de una marca en concreto, no puedo estarme quieta mucho rato. Me acerco alegremente a todo el mundo para preguntarles si necesitan ayuda. Es un leve gesto con el que acierto todas las veces; la cara de estoy buscando algo pero hay tantísimas cosas relucientes puesta en filas que no sé cuál elegir. Mareo por capitalismo en baldas.

Siempre puedo aconsejarles, según sus necesidades y presupuesto, siguiendo el protocolo del centro comercial. Y como mi marca es bastante buena, puedo recomendarles además un producto de la mía. O si no, cualquier otro, ya me sé las características de todos.

Es decir, las recomendaciones son de verdad. Eso relaja bastante el aspecto moral de todo el sistema.

En apenas unas semanas, la gente se ha gastado 3.500€ en la marca por mis recomendaciones, 10 veces más de lo que gano. Y si cuento todos los productos en total, unos 5.000€. En el baile de cifras sólo es desagradable, al resumen, porque ni siquiera son cosas (cacharros, trastos, diseños y colores) de mi propia autoría ni que hayan fabricado mis manos. Como una página. Como los complementos y accesorios donde cada pieza habrá requerido todo mi esfuerzo en diseño y ensamblaje, en una tienda que no termino de arrancar.

A la salida decido volver a casa para anotar frases sueltas de este post y que no se me olvide. Apenas me da tiempo a ir y volver, pero hoy sí decido hacer el recorrido para tomar notas. De noche, a la vuelta definitiva a casa, no me da tiempo ni a quitarme los zapatos; tal como llego, al sofá porque me duelen las piernas y de ahí me levanto ya la mañana siguiente.


El domingo resplandece el sol y tengo el tiempo que quiera para enredarme con el teclado. Reviso las frases telegráficas y dudo si redactarlo todo completo o no. Total, qué más da, quizá sólo fue el nublado. Salgo a por tabaco y a la vuelta descubro que Blogger ha publicado el post a medio cocer; quizá le di, tan rápido, al botón que no era y ya no es un borrador.

No pensaba terminarlo porque la añoranza del futuro (del futuro de una vida escribiendo) no es algo que le afecte a todo el mundo. O puede que me equivoque.

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