Infinite

Fiebre

Me hierve la sangre.
Y esta vez no es una metáfora; noto el calor subiendo en oleadas de cosquillas, como dedos invisibles, riñones arriba hasta los omóplatos y una caricia en el hueso occiptal del cráneo. Según el reloj en modo cronómetro, el corazón late a 108 pulsaciones por minuto aunque esté quieta como una estatua. La fiebre, seguro. 

El termómetro dice: 37,5.

Es acongojante y acojonante que un simple catarro te deje el cuerpo más destrozado que cualquier otra enfermedad pulmonar realmente grave. Así de caprichosa es la naturaleza. Sobre la tierra y por encima de ella, como esa alineación planetaria que está ocurriendo al amanecer (no he conseguido verla por nubes) pero observé en su momento, hace una década. En la efeméride astronómica de entonces todavía tenía fe. Fe en que encontraría un espacio. Fe en que servirían para algo los desvelos y el esfuerzo, que conducirían a un asidero desde el que seguir pariendo hojas y más hojas de por vida.

También pensaba más en Poe, Edgar, como entidad de cabecera. Ha tenido que venir Twitter para recordarme -cómo coño iba a recordar tal cosa- que es efeméride astronómica y también natalicia de Allan, 207 años.

El mismo día (el 19) intento escribir un post para decir algo de Poe, sin trucar la fecha por retraso. Pero el catarro lleva dos días latente, a punto de ebullición; los mismos dos días en que he vuelto mi mirada a Dickinson y olvido a Kafka. Repaso uno tras otro varios ensayos sobre Dickinson y sólo consigo un raro amargor en la boca del estómago; el que provoca ese tratamiento científico de la literatura, es decir, ese empeño en buscar nombres y nombres y más nombres de antecesores, que si escribes es porque se lo has leído a alguien, camuflado bajo el nombre influencias. Cuando escribes estás completamente solo, tan difícil es de entender. En nada se diferencian las cábalas sobre Dickinson de mis libros universitarios sobre el método científico, con una ristra de investigadores por orden cronológico y quién ha abierto las puertas a quién, porque una investigación se tiene que basar en los nombres y apellidos de otra anterior.

Los resúmenes biográficos sobre Emily ponían -ponen- el acento en conjenturas sobre cómo escribió todo eso sin salir de su casa, especialmente en los últimos años de reclusión y vestida de blanco. Como cualquier otra Dama de Blanco arquetípica.

En una situación normal, este análisis desembocaría en furia; la furia que se siente cuando se comprueba, una y otra vez, que no hay modelos posibles en los que fijarse porque están lejos en tiempo y espacio. La furia es buena. La furia es resistencia en vez de abandono. Negarse a la soledad y dirigirse hacia la acción. Lo más parecido que he encontrado (dice muy poco de la evolución social moderna y de la cultura española en general) y que coincide en lo básico (ovarios) y en desarrollo artístico es Emily Dickinson. Y al final, resulta que la tipa era una "autora fundacional" de las Américas del Norte.

Una situación normal, claro, sin un catarro a punto de explotar.

En vez de enfadarme ni un poco, fantaseo por unos minutos con un nuevo nombre: Lavinia Brod. Firmaría así a partir de ahora, pero Lavinia me resulta desagradable por asociación de ideas, alguna serie antigua de televisión con vampiros y monstruos, donde la mala se llamaba Lavina. Suena feo. Pero estaría gracioso. Lavinia (Vinnie) Norcross D. es la hermana pequeña de Emily Dickinson, la que se empeñó en sacarlo todo a la luz y convirtió a Dickinson en Dickinson. Y Brod es, faltaría, Max Brod, el que se empeñó en sacarlo todo a la luz y convirtió a Kafka en Kafka. 

Lavinia Brod como nuevo nombre sería toda una declaración de intenciones, igual que Sara M. Bernard tiene su propia declaración de intenciones fundacional. Y si añadimos la onomástica del día: Lavinia Allan Brod, hola qué tal.  

Ocurrencia tontísima que deseché a los pocos minutos. Pero qué minutos de risas. No tenía fuerzas para enfadarme, alguna vez tenía que ser la primera, ¿no? Que no soy de piedra. O una piedra con una serpiente pegajosa debajo, en forma de catarro.

Después de la tontada, dialogué conmigo en serio. Imagina por un momento que retrocedemos, esos 10, 20 años y hacemos las cosas de otra manera. Nada de esconderse esta vez. Y sí...

Bssss. En ese momento justo se desata la fiebre como si hubiera apretado obsesivamente un botón. El termómetro dice: 37,9.
Y justo porque me la esperaba (cuando hay una idea importante, seria, implicativa, o directa a la diana de mis males, salta la fiebre, la tos o todo a la vez) he puesto más empeño en seguir investigando.

He cometido ya  la gran locura. Ahora es que me creo una editorial conmigo y en mí misma.

He comprado los derechos de una foto para la portada de mi próximo libro (y todavía tengo que terminarlo).
O podría ser cualquier cosa de Poe. O cualquier foto de Virginia, la esposa de Poe, se parece un poco. Que también sale en el libro, por cierto. Qué miedo todo.

Jodida fiebre.

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