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Querido diario (I): de colores, la ira sagrada y machistas antimachistas



Querido diario:

En mi vida he escrito esa expresión porque resulta vomitiva. Sólo una vez podría decirse que estuvo ahí, el primer diario (y nos ponemos en un hace 28 años) tenía esas palabras de imprenta cinceladas en las tapas. Cuando todavía no eran diarios ni escritura literaria, en la que cumplo exactamente 26 años de trabajo el próximo 1 de noviembre. Utilizo esta expresión como licencia puñetera, insidiosa y sangrante. Cada uno con sus manías. Que si la primera hoja en blanco en la libreta, o rajarse las venas y escribir con sangre antes que usar un bolígrafo de tinta azul, o ser incapaz de un querido nada. 

Así que,

Querido diario, dos puntos

El gobierno se ha deslizado exceso de propaganda abajo de manera irreversible. Quizá esta tuvo eficacia en siglos pasados cuando sólo existían la radio, discursos en directo, periódicos en blanco y negro con fotos de mala calidad y tipografía horrorosa y ediciones cada varios días, o televisiones que estaban muy lejos del aparato común en todas la casas. Con tantas formas hoy para difundir información y tantos ciudadanos con mejores cámaras en sus móviles que un fotoperiodista freelance, una propaganda que invente la realidad o la retuerza hasta límites absurdos se transforma en publicidad engañosa que lleva a una crisis comunicativa, reacción en cadena donde entra el factor emocional y ya no tiene vuelta atrás.

Querido diario, dos puntos, es un poco la reacción en cadena que ha surgido desde primavera, cuando me planté en determinado establecimiento para un tinte morado. Un acto en apariencia banal, a juego con las modas, cuando no me gustan las modas. Un acto de resistencia simbólica, el compromiso externo con la publicación de Bajo el árbol morado y la amenaza de llevar ese color de pelo como el título hasta concluir el libro en el que me estoy dejando las tripas, más que ningún otro. Desde fuera un acto banal que, sin embargo, ha dado pistas sobre cómo la realidad subyacente sigue igual de absurda, aún peor del relato que tenía construido sobre ella. 

Después del morado, el corte de la melena ya corta para dejarlo como un chico. Ya saben, despejar ideas tras una ruptura sentimental. Y ahí es donde todo ha empezado a chirriar como el Titanic partiéndose.

Sólo hace dos años que me estaba dejando el pelo largo, la melena que se nos presupone a las señoras. Toda mi vida lo he tenido corto o muy corto, aunque parezca otra moda de temporada que se ha titulado corte pixie. No me gustan las modas. 

Inmediatamente, los comentarios de "qué valentía", como si fuera negar algo de tu feminidad. Repito, casi toda mi vida lo he llevado así, seguido de un período de dejarlo crecer y después vuelta a empezar. Y comentarios gratuitos de "mejor largo". 

Llegó un punto en el que ha resultado obsceno: la insistencia de esos comentarios supera con mucho a los que oía hace 30-20-15 años. La dirección de todos esos apuntes estilísticos, en realidad, no eran expresiones amables de interés sino el prejuicio subyacente de la masa sobre cierta "pérdida de feminidad" o "pérdida de heterosexualidad". Involucionamos a la velocidad de la luz. O quizá los códigos estéticos asignan hoy, por las modas, determinado valor a la idea subyacente en un pelo corto y de color fantasía.

Con la llegada del verano fue preciso un juego absurdo: la ciencia de un tinte químico, otra vez, para retornar el pelo a su color original. Casi por obligación. Por no asustar en las ofertas de trabajo disponibles, en las posibles entrevistas con el empleador, algunas en medios de comunicación y productoras. Pero de esas no llamaron, sólo de la basura comercial para vender los fines de semana unos cuantos cacharros. También llamaron de alguna producción audiovisual que no cuajó, en negro y sin contrato ni sueldo, con exigencias posteriores de material audiovisual también de gratis cuando son piezas por las que cobro como freelance. 

A raíz de ese fracaso surge un día la pulsión inconsciente y no premeditada (casi fruto de un error) de regresar el pelo a un color que suponga una incomodidad para el mundo. Verde, por ejemplo. Ese tono extraño obliga a utilizar camisetas en su mayoría negras que se suman al subidón de unas gafas de pasta también negras, producto del azar. La montura suele aguantar unos siete, ocho años, y toda mi vida he debido plegarme a cada óptica: sólo hay una estructura lo suficientemente pequeña para mi cara y que al mismo tiempo pueda sostener los cristales de alta miopía, 9.50 ya. Mi misión dentro del establecimieto es encontrarla en cada ocasión. No puedo elegir modelo, sólo hay uno. Ya me he acostumbrado a esta regla inamovible durante los últimos 20 años.

Ese aspecto involuntario de millennial con gafas de pasta negra, pelo verde, ropa toda negra, calaveras, no ha sido buscado ni sufro crisis melancólica de los 40. Al contrario, vuelvo a ser yo. Tanto como para reunir toda la energía emocional disponible, liberarla de un uso indebido en partes innecesarias y reconducirla a los exámenes y a una serie de proyectos en curso que, esta vez, no voy a adelantar para que no se gafen del todo.

Energía liberada de resistencia: sí, tengo el pelo corto y gafas como lupas, no entro en esos cánones de belleza normativa y me da igual, ya he dejado de buscar un muso que además apoye mi creación artística (esa es mi extraña idea de amor romántico. Y que además friegue los platos mientras escribo). Por eso, querido diario de los cojones, no puedo hacer otra cosa que utilizar la expresión que nunca he usado para dejar constancia de mi absoluta sorpresa ante lo que vino después. Y la prueba de que realmente es uno de los primeros períodos en que prefiero estar sola y no desperdiciar tanta energía emocional que necesito para proyectos es que ni siquiera ha aumentado mi autoestima barra orgullo o como se quiera llamar ante toda esa avalancha. Neutralidad absoluta. La sorpresa del absurdo.

A mí, que cuando era joven ya gustarle a una persona me parecía un exceso aunque fuera un rollo circunstancial de discoteca, a mí, que de repente no me importa encontrar un muso ni tengo energías para buscarlo, se me acercan hasta una decena de pretendientes (en concreto, diez) y mi cara de asombro se eleva al infinito. Y me pregunto si me he convertido en una Señora Lechuga alrededor de la que se congregan todo tipo de bichos. 

Y todo iba bien, incluyendo gráciles arabescos entre energúmenos. No pasa nada. Pero de repente, por puro gusto (gusto ante el riesgo, gusto por la caricia de la ira golpeando mis sienes) o por tener la energía focalizada como un láser en otras cosas más importantes, un resorte desconocido ha hecho que me de la vuelta y embista a esos energúmenos como una fiera rabiosa, en vez de dejarlos marchar. Alguien del pasado tenebroso que regresa y para el que todo son penas constantes, las penas de su ombligo más allá de las cuales no existe nada, un escritor de quinta división como yo que sin embargo hace que todo gire en torno a su escritura, haciéndose el loco ante la mía (cuando es un trauma que justifica seis años de blog, pero del que en persona sólo hablo cinco segundos y a otra cosa). Todo teñido con falsa humildad judeocristiana: él sí se consideraba un genio incomprendido y no prestaba atención a otra cosa. O el otro energúmeno de un intercambio editorial, ejemplares de libros por reseñas. Mira qué bien, ya es la tercera propuesta de este tipo. Y hasta aquí, quizá algún fleco muy sutil al que no hice caso, personal, tejiendo una red invisible. Y la realidad es que tu trabajo le interesa una gran mierda e incluso corrige ciertos puntos sin tener ni idea, y ya ni siquiera le gusta tu forma de ser según lo que ha entendido de tu labor como community manager de ti misma (ya he asegurado que soy bastante mala en eso, me encanta sacar fotos mal hechas donde se me ven pijama y lagañas) pero, eh, si cuela un polvo, pues cuela. Y algo tendrás que hacer con las fantasías sexuales, como si le debieras encima algún tipo de favor. Qué risa y qué pereza que intenten hacerme jugar a la muñeca hinchable con lo vieja que estoy. O el otro que confunde encuentros en cafeterías, dentro de mi rutina, con citas pedagógicas para monologar horas y horas sobre un tema en el que, oh demonios, vaya contrariedad, fui maestra hace ya años pero del que no me deja hablar ni un poco. Más el acoso y marcaje de dónde voy, ignorar si estoy con otras personas en una reunión o confundir ese tomar café, en una cita ya con otras personas, con una cita romántica personal. 

Sí, me gusta el riesgo. Ninguno de esos energúmenos considera haber hecho nada raro, siguen copiando frases teóricas feministas o se consideran en proceso de deconstrucción cuando no les interesa otra cosa que la pelusa de su ombligo, qué van a empatizar con las mujeres, o consideran que su comportamiento es de lo más normal porque se justifica en la atracción sexual/romántica unilateral o ven común (lo harán con todas, como patrón de relaciones) su comportamiento manipulador de control. Sin mencionar las puertas editoriales que me puedo haber cerrado, como mínimo la presentación de un futuro libro al que dudo si acudir, pobre autor que no tiene la culpa, para que no corra la sangre cuando le escupa al energúmeno a quien ni le caigo bien ni le interesa mi trabajo de reseñas pero para un polvo sí, oye. 

Ninguno de esos perjuicios me parece en absoluto grave.

Será un honor si esa gente tóxica intenta defenderse con calificativos de poca imaginación tipo "histérica" o "loca". Porque así me dan la razón todavía más: no se molestaron en conocerme ni saben quién soy. Cuanto más lejos, mejor. 

El tinte verde debe tener algún extracto colorante de vitaminas.





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