Infinite

Gato evasivo

Abrazo al gato muy fuerte. Es del tamaño apropiado, ahora que es mayor, para simular un cojín esponjoso. No es el momento. Se rebela, estira las patas, hace fuerza clavando ocho puñales en mi espalda y toma impulso para saltar. Huye despavorido de mis brazos.

Al rato vuelve. Ahora sí es el momento. Sin pedir permiso ni preguntar, se sienta encima.
Él ronronea. Yo sangro.
Pide caricias. Ahora. Cuando él quiere. Me mira de forma insistente, sin pestañear. Hazlo. Ahora, me ordena.

Y yo, acostumbrada a la lealtad canina, a las instrucciones, al líder de la manada soy, a los espacios y tiempos medidos que son los míos, estoy indefensa. Puedo levantarme de la silla, puedo empujarle y se marchará como si no hubiera pasado nada, para volver más tarde. O puedo obedecerle, obedecer al lenguaje distinto que me mira.

Así todo.
La metáfora de los trenes que se marchan es una arqueología. Peor, una estupidez. Si pierdes un AVE o un cercanías, a la hora siguiente hay otro. Llegarás tarde. Aún llegarás.

No, nada de trenes hacia ninguna parte. 
La vida es la personalidad de un gato, su lenguaje y sus maneras. Imprevisto, de soslayo. Caprichoso, con sus reglas, con su tiempo. Cuando estás desprevenido u ocupado, apenas mira, se acerca y te reclama toda tu atención. Y si no es el momento de abrazar fuerte, no lo es. Por mucha fuerza de voluntad que se ponga. 

Las consecuencias de insistir cuando no es se pagan con zarpazos de sangre.



No hay comentarios