Infinite

El bicho rojo

No querrías estar en su pellejo. No, no querrías, de verdad que no.
No te gustaría cambiar de sitio.

No te gustaría estar enfermo.
Nunca.

No podrías soportar un sólo segundo, ni uno, en serio, respirando así. A borbotones con la sangre y la tos y los dolores que parecen heridas abiertas. Y al final, reventar como un perro. No podrías.

No sabrías qué hacer con tantas ideas juntas, sin poder clasificarlas y empaquetarlas hasta darles salida. ¿De dónde sacarías el beneficio, entonces? Y al día siguiente, ¿dónde irías?

No te harían gracia ya los tics nerviosos del hombre del pañuelo. Nunca. Más nunca.

Y te pondrías a recoger flores secas para los muertos. A robar sus flores frescas para adornar la casa. A llenar hasta el filo botes de cristal con esos bichos rojos. 

¿Cómo llegaron tan lejos? En mi tierra tuvieron el nombre que les di: mariquitas planas. Los bichos pobres, los que no vuelan. No muerden. No tejen.

No hacen nada.

¿Cómo se llamarán en realidad?

Y entonces verías que no hay ningún misterio en lo que dice.

Pero mientras tanto, dejad de mencionar la idea tan en vano, como si la conociérais. 
Tan bien poco conocéis.

Recolecta el sol brillante pero frío, para que seque las flores. No le hagas nada a los pobres bichos, que de verdad estos sí, son inofensivos.
Ahí empezará todo.

Porque nunca hubo ningún misterio.
No. 


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