Infinite

Acumulación y praderas


Han regresado los viejos tiempos. Esto es: me he despertado 10 minutos antes de que saliera el sol, lo justo para poner una cafetera nueva.


Esto es: necesito aporrear el teclado, porque hay una acumulación grave de posts muy importantes, atascados desde hace una semana. Muy importantes, sí. Sobre teorías universales de por qué ellos escriben de una manera (son educados socialmente en que tienen razón, que tienen derecho a expresarse) y ellas de otra (son educadas en que son lo otro) y lo jodido que es haber nacido, crecido y creído que eres parte de los que tienen razón, la identificación con el héroe clásico que debe viajar de un lado a otro y defender lo suyo con armas y sangre, en vez de esperar ser rescatado pasivamente. 

Ese cambio psicosocial no lo van a ver mis ojos. Sí he visto otros, como que las enfermedades ya no son producto arbitrario de malos espíritus ni demonios ni del cabreo de nadie suprahumano, sino de bacterias y etcétera. Por poner un ejemplo que también ha durado milenios. Pero el otro no lo veré, no, sigue viva la generación española que no cuenta pero sí muestra noticias espeluznantes donde la noticia es que una mujer opina, una mujer dirige, una mujer es agresiva, como si fuera algo raro, sin que la detenga el juicio sobre el tamaño de sus tetas. Siguen vivos, esos, y van a tardar en morir. Quiero devolver mi carné de feminista, va 30 años adelantado.


Los viejos tiempos, esto es: pasado mañana puede que tenga demasiado tiempo para mirar la pantalla y aporrear el teclado. El paro y volver a empezar. Fue bonito mientras duró, media jornada con sueldo y la otra media, expandible hasta ocho horas si me daba la gana, para escribir sin sentimiento de culpa por no generar dinero que llene la nevera. No me quejo de noviembre, ha sido precioso. 

Los viejos tiempos, esto es:  la literatura no es testimonio, es eternidad. Esto es, encontrarme citas inoportunas en el peor momento posible, por casualidad. Y ya que estamos, otra vez que no queda nada, también recuerdo que finales de octubre, y después noviembre iban bien, medio bien, con un régimen militar de atarse a la silla y qué dura es la vida del escribiente, ay Carmela qué sufrimiento y todas esas tonterías. Pero la cosa se torció con apenas dos páginas y media, dos páginas, tiene cojones, 1192 palabras de nada (las que están abajo). Porque ese día los manuales de oferta en Amazon sobre escribir ficción, los talleres literarios a módicos precios, todo eso fue basura. El día en que la protagonista habló sola -aunque le tocaba hablar sola, poco mérito ahí- pero habló sola, más sola de la cuenta, sin que tuviera que contar palabras, sin que tuviera que cambiar palabras, ni una coma (no como este post, que he tenido que corregir unas cuantas erratas después de darle al botón de publicar), sin abrir los ojos siquiera -para no saberse el teclado de memoria a estas alturas-, como he hecho siempre, así de fácil. Y el hecho de ser fácil opaca toda duda interna sobre si tengo razón o no, si la tendré algún día o no, sólo sé que son demasiados años así, cada día, todos los días, porque no puedo evitarlo, porque quizá no sé hacer otra cosa por mucho que me empeñe, porque nadie lo va a entender jamás, porque ningún manual de coaching o de sentido de la vida es suficiente, son todos demasiado pequeños para este caso. Porque hay varios escalones, en orden: profesión, después vocación, después pasión, después obsesión, pero mi escalón es el siguiente, el quinto, no sé cómo llamarlo, podría inventarme un nombre definitorio ahora mismo pero tengo que levantarme, ducharme, peinarme, irme a trabajar, unas horas, en otra cosa.





25 de octubre - 19:45 p.m.

No me gusta la cerveza. Todo el mundo bebe cerveza, este es el puto país de las cañas. Nunca me ha gustado el sabor amargo, apenas soportable en el paladar. No me gusta ir de cañas, porque no me gusta la cerveza, porque no me gusta pedir siempre algo distinto a los demás, vino, tinto de verano, un zumo, un maldito vaso de agua del grifo, qué más da. Porque siempre hay que aguantar la pregunta de qué pasa con la cerveza, cuando levantas la mirada en el local que sea y absolutamente nadie bebe otra cosa que no sea esa porquería dorada. Me gusta el café. Con tres cucharadas de azúcar o dos sobres de azúcar, si es en la calle. Bebo café a deshoras, bebo café si se queda a las 8 de la tarde, después de la cena, bebo café cuando haga falta. No entiendo a la gente que dice restringirse el café a partir de X hora de la tarde, porque si no, no duerme. Tomo café antes de acostarme porque me gusta el placer de una bebida caliente y dulce; no me quita el sueño, caigo rendida con la misma facilidad que si no lo hubiera tomado. Y también me gusta el té, otra -ina. Teína, cafeína. Aunque sólo lo tomo en teterías, fuera de casa, nunca me acuerdo de comprar para hacerlo. Quizá porque eso sí me quita el sueño de manera feroz. Lo que no hace una ina lo hace la otra. Y me gustan todos los potingues modernos, champús, geles de baño, sales de baño, colonias de baño, que dicen ser de cuando no se parece en absoluto el olor. Tengo una crema de cuerpo al té verde, la compré con la esperanza de que sirviera de excusa para un masaje en la espalda. Me gusta que me toquen la espalda. Que repasen los pliegues y lunares, buscando quizás alguna espinilla pequeña. Me gusta tocar la espalda. Revisarla milímetro a milímetro en busca de imperfecciones, también de alguna espinilla, o un punto negro producto del sudor y las duchas calientes. Y ver como sale, suavemente, ese pequeña bola de grasa al apretar con cuidado. Mario no suele hacerme masajes en la espalda. Tampoco me deja que se la toque, porque le hago daño con las espinillas, dice, se queja porque siempre estoy buscándolas y apretando hasta el último poro, aunque no haya. Pero sólo me gustan los de la espalda, los de su espalda; el resto de espinillas y asquerosidades varias (suyas o mías) me parecen repugnantes. No me deja tocarle. No me gusta que no me deje tocarle. No me gusta cuando me da la razón pero está pensando en sus cosas. Me gusta cuando pienso en mis cosas y se lo digo, en confianza, le digo estoy escondida en lo mío y no se molesta, algo que no puedo hacer con los demás, que siempre requieren de atención completa, de extroversión constante, de palabras y palabras (aunque no haya nada que decir y lo mejor sea estar callado). Me gusta cuando Mario y yo compartimos el silencio, absortos mirando el infinito, sin la obligación de soltar palabra alguna porque no hace falta. Me gusta cuando no hace falta decir nada, qué difícil es encontrar gente que no se asuste del vacío sonoro, que no crea en la necesidad de poner en el aire toda una serie de tonterías, como si el silencio fuera a impedirles respirar o los convirtiera en invisibles para el resto de acompañantes. Y me gusta la soledad y el silencio, cuando son elegidos: cuando voy a pasear al centro, en pleno escándalo de tráfico, de ruido, de personas apretadas por las aceras, pero camino libremente observándolo todo, sin nadie. No me gusta cuando la soledad y el silencio no los elijo, cuando no está Mario para salir a dar una vuelta, cuando está Mario pero no puede hablar porque necesita hacer alguna cosa, cuando no llega porque se retrasa en el trabajo y tengo una anécdota estupenda que necesito narrar en voz alta a alguien (a él). Me gusta el silencio que cae sobre la ciudad cuando se acerca la medianoche. La contaminación sonora es imperceptible, vivimos sumergidos en ella, pero a medianoche, desde lo alto del piso, el rumor de fondo se apaga. Todos van durmiendo, el tráfico se para, es como una respiración de fondo que se va apagando. Ese silencio de la medianoche. Y al amanecer, también. Me gusta ese minuto exacto, minutos exactos, en los que el sol va a romper por el horizonte pero todavía está oscuro. Ese minuto existe, justo cuando sopla una brisa terrible, el rocío de la mañana, todo en silencio, parece que fuera a caer la noche de nuevo, la hora más oscura es justo antes del amanecer. Y, de repente, el sol. Me gusta que los pajaritos canten. Pajaritos, no tienen otro nombre, en el parque que se ve desde nuestra ventana duermen o anidan o desayunan un montón de aves escandalosas, que chillan más que cantan en ese minuto posterior a la rotura del alba. A veces los escucho, cuando me levanto temprano. Me gusta levantarme muy temprano para eso, si es por placer. No me gusta levantarme temprano si es por obligación. Me gusta irme a dormir si es para descansar, por placer, con el día siguiente libre. No me gusta ir a dormir si es para descansar forzada y tener que rendir en el trabajo, al día siguiente; entonces me da un nerviosismo extraño, insomnio, inquietud, una especie de inquietud por la responsabilidad, como si al día siguiente tuviera que cumplir una función de la que soy responsable pero que, en algún recoveco extraño, algo me susurra que no debería estar haciendo porque realmente no es mi función, no es mi sitio, me estoy confundiendo. No me gusta sentirme confusa. Y siempre lo estoy, es una rara sombra que me picotea, de vez en cuando, en cualquier momento, junto a cualquier compañía. No deberías estar aquí, no deberías decir eso, no deberías dejar de decir eso. Me gusta cuando Mario me abraza y se evapora esa sombra. No me gusta cuando esa sombra ya está y se traga a Mario, que pasaba por allí. Entonces él no me quiere lo suficiente, con suficiente cantidad. La cantidad es absurda, porque se mide con escalas imposibles: ojos que brillan de interés, miradas sostenidas, abrazos largos y sin prisa, roces que transmiten cariño de piel a piel, qué tipo de unidades de medida son esas para la cantidad.

Me gusta despertarme entre sus brazos, que apriete un poco antes de dejarme marchar (cantidad), moverme en silencio por la casa, pillar ese minuto de amanecer, con la brisa más fría de la noche a punto de salir el sol, preparar un café nuevo con sus tres cucharadas de azúcar, observar desde la ventana los pájaros chillones que saludan, ahora sí, el primer despunte del sol, sentir que estoy en el sitio correcto, donde debo estar, haciendo lo que debo hacer, que esa es la verdadera función por la que estoy viva.
 
Escribirlo.

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